EL PATOVICA

-Hola- me saludó al estar al lado mío. 
-Hola- le respondí. 
Justo en ese momento me llega un mensaje de Ariel. Lo leo rápidamente y apago el celular. 
-¿Interrumpí algo?- me pregunta. 
-No, nada importante- le digo, guardando mi celular en la cartera. 
Por un momento parece no saber como proseguir con la conversación, así que decido darle una mano. 
-Solo estoy buscando algo para comprarle a una amiga- le digo. 
Justo estábamos frente a un local de ropa interior, así que me doy la vuelta y comienzo a observar los distintos conjuntos de lencería. Él sigue ahí, al lado mío, a la expectativa. 
-Creo que ya vi algo- le dije y entre al local. 
Habiéndole dado ya el pie para que me avanzara, dudaba que fuera a irse. Por suerte no me equivoque. Al salir, pocos minutos después, él estaba ahí. 
-¡Listo! Ya compré- le dije mostrándole la bolsita con mi reciente adquisición. 
-Tu amiga va a estar agradecida, o mejor dicho… el novio de tu amiga- comentó con picardía. 
-En realidad no lo compré para ella, sino para mí- le dije del mismo modo, mirándolo en una forma por demás incitante. 
-¿Ah si?- se sorprendió. 
-Si, falta poco para mi aniversario de matrimonio, así que me pareció algo lindo para agasajar a mi marido- le dije, haciendo una larga e insinuante pausa, para luego agregar: -Aunque necesitaría que alguien me de el visto bueno- y al decir esto clavé mis ojos en los suyos. 
El tipo me entendió a la perfección. 
-Bueno, si queres… estoy a tu servicio- expresó sonriendo con lascivia. 
Le devolví la sonrisa. 
-¡Que atento! Gracias- 
-Entonces, que te parece si…- comenzó a decir. 
-…me parece bien- asentí sin dejarlo terminar. 
-Pero si no sabes lo que te iba a decir- se rió. 
-Es que lo que me pidas me va a parecer bien- le aseguré. 
-¿Estás segura? Mira que puedo llegar a pedirte cualquier cosa- repuso. 
-Pidas lo que me pidas, ya sabes mi respuesta- insistí. 
Se acercó un poco más y susurrándome al oído, me dijo: 
-¿Vamos a un telo?- 
Lo miré, le sonreí, y asentí con un gesto. Me tomó de la cintura y me indicó el camino. Conocía el lugar, por lo que en apenas unos minutos ya estábamos entrando a un albergue transitorio. Se trataba de un lugar de lo más común y corriente, nada de lujos, apenas lo suficiente como para echarnos un polvo ocasional como el que esperábamos disfrutar. 
Ni bien entramos a la habitación me colgué de su cuello y lo besé con avidez. Era más alto que yo, por lo que tenía que ponerme de puntas de pie para alcanzarlo, aparte de que él tenía que agacharse también. Nuestras lenguas jugaron por un buen rato, rozándose, enredándose, degustándose, mientras nuestras manos se liberaban y recorrían el cuerpo del otro. Las mías obvio que se centraron en esa parte de su anatomía que atraía toda mi atención, mientras que las suyas me aferraban de las nalgas para mantenerme bien sujeta contra su cuerpo. En lo que a mí respecta, lo primero que sentí me hizo estremecer, no estoy exagerando pero era ¡ENORME!, ¿acaso también lo ejercitaba? Me pasé un buen rato frotando ese paquete, sintiendo como se entumecía cada vez más, como se endurecía, como tensaba las costuras del pantalón casi hasta su rompimiento. De allí subí por su cuerpo y lo ayudé a sacarse la remera, su musculatura emergió en todo su esplendor. Acaricié sus hombros, sus brazos, sus bíceps, palpando la fuerza contenida debajo y con la que prontamente me estaría poseyendo sin control alguno. Su cuerpo era potencia pura. Me acerque aún más y le mordí las tetillas, las saboreé por un rato entre mis labios, a la vez que seguía con una de mis manos bien adosada a ese superlativo paquete que palpitaba furiosamente entre sus piernas. 
Volví a subir y lo besé con avidez. Nos comimos las bocas, lamiéndonos, disfrutándonos, dejando que de a poco la lujuria más intensa se fuera esparciendo por todo nuestro organismo. Luego del beso me fui para debajo de nuevo, plantándome de rodillas frente a aquella indómita formación que se elevaba suprema e inquietante. Le desabroché el pantalón, le bajé el cierre y con toda mi ansiedad pelé aquel plenipotenciario instrumento de placer. La pija del patovica salió disparada hacia delante, exhibiendo una leve comba en el medio que hacía que el glande apuntara hacia el techo. Se la agarré con una mano y empecé a lamérsela por los lados, pasándole la lengua muy suavemente, como si apenas quisiera tocarla. Iba y venía a lo largo de todo ese volumen que parecía inflarse cada vez más. Las venas se marcaban incitantes y tortuosas, el glande se encendía, emanando una sensualidad imposible de ignorar. No pude resistirme por mucho tiempo a tal exuberancia, aunque quería hacerlo jugar un poco antes de entregarme a la mamada que aquella magnificencia se merecía, enseguida me la metí en la boca y comencé a chupársela con todas mis ganas. Entre plácidos jadeos, el patovica me acariciaba la cabeza, susurrando de tanto en tanto que tenía una boquita deliciosa, que se la chupaba como nadie, que le estaba haciendo un pete de “aquellos”. De a ratos levantaba la mirada solo para extasiarme con su rostro transformado en un rictus agónico y lascivo. 
Bien aferrada a su pulsante verga, se la frotaba fuertemente, sin dejar de chupársela, saboreando cada pedazo de ese tronco jugoso y caliente que palpitaba con más energía cada vez. Bajaba hasta sus huevos para comérselos también, empalagándome con un manojo de pendejos que se me enredaban en el paladar. Entonces, ya sin poder controlarse, me agarró de los brazos, me levantó de un solo tirón y me llevó a la cama. Me depositó en ella, y comenzó a desvestirme, besando cada rincón de mi cuerpo, para luego posicionarse entre mis piernas y prodigarme una chupada que me hizo vibrar hasta el último hueso del cuerpo. Yo estaba totalmente entregada, quería que me comiera toda, que me devorara, que no dejara ni un espacio de mi anatomía por saborear. Su lengua describía unos sinuosos jeroglíficos que me dejaban toda la concha impregnada con sus babas, sus dedos se deslizaban incansables en mi interior, poniéndome en un estado por demás desesperante. La piel me ardía, me quemaba, me sentía como afiebrada, pero no era fiebre, era calentura, pura y extrema calentura. La más salvaje y despiadada de todas. 
-¡Cogeme guacho… no seas hijo de puta, metémela de una vez…!- le pedí ansiosa, con una desesperación sin igual. 
Por suerte se apiadó de mí, y ubicándose sobre mi cuerpo, me la ubicó justo en la entrada. Ya tenía puesto el preservativo cuándo me restregó la punta por sobre los labios, haciéndomela desear todavía más. 
-¡Dale… cogeme…!- le volví a suplicar. 
Pero él seguía con su torturante jueguito. Decidí no esperar más. Le agarré la verga con una mano, la mantuve bien pegada a la entrada de mi concha y empujé mis caderas hacia arriba: me entró más de la mitad de una sola vez. 
-¡Ahhhhhhhh…!- alcancé a suspirar al sentir tan prepotente volumen. 
La humedad siempre efectiva de mi conchita permitió que ingresara todo el resto, y cuándo lo hizo la parte combada, sentí un delicioso raspón que me hizo estremecer hasta lo más íntimo. 
-¡Ahhhhhhh… siiiiiiii… siiiiiiiii… que rico… ahhhhhhhhh…!- balbuceé 


Entonces se acomodó encima mío y poniéndola en el sitio exacto me la mandó a guardar hasta lo más profundo. Yo estaba tan mojada que la verga resbaló sin problemas hasta mi intimidad más alejada. La dejó guardada ahí por un instante, lo suficiente como para que me amoldara a su prominente volumen, y entonces comenzó a moverse, fluyendo deliciosamente a través de mi empapada conchita. El ruido de la humedad aumentaba a medida que las embestidas se hacían más fuertes y rápidas, golpeándome la pelvis con la suya, haciéndome sentir su carne en lo más hondo, en lo más recóndito. 
-¡Siiiiiiiii… siiiiiiiiii… siiiiiiiiii…!- le susurraba al oído, abrazándolo con brazos y piernas, atrayéndolo aún más hacía mí, reteniéndolo contra mi cuerpo, sintiendo que esa verga descomunal me horadaba las entrañas. 
Mi concha se había convertido en un orificio dedicado exclusivamente a recibir aquel pistón de carne que me prodigaba las delicias más intensas y exultantes. Mis movimientos se acoplaban perfectamente a los suyos, formando entre ambos una cadencia única y sin interrupciones. 
-¡Te voy a coger toda guachita… te la voy a sacar por la garganta!- me decía, bombeándome con más fuerza cada vez, atento a los gestos de placer que esbozaba. 
Quise hablar pero solo gemidos y jadeos salieron de mi boca, a causa de esos profundos ensartes que me llegaban hasta lo más íntimo y profundo. 
-¡Como te gusta la verga, pedazo de perra!- bramaba enfurecido, asestándome golpe tras golpe, haciéndome vibrar con cada empuje. 
De repente se detuvo, me la sacó y me dio la vuelta. Me tanteó toda la parte de atrás con la punta de su enardecida poronga. 
-¿Me queres hacer la cola, guacho?- mi voz sonaba ronca y excitada, como si fuera la de otra persona. 
-No tengo ni que preguntártelo, ¿no?- observó mientras acomodaba el glande justo en la entrada de mi palpitante ojetito. 
Estuvo hurgándome un rato, tras lo cuál comenzó a escupir copiosamente justo en el centro de mi orificio, introdujo entonces un par de dedos y comenzó a lubricarme en la forma apropiada, volvió a apoyar el glande e inició el encule. No tuvo que trabajar demasiado ya que mi culito lo deglutió casi hasta la mitad de una sola vez. 
-¡Que hija de puta… lo tenes bien rotito!- exclamó mientras avanzaba por mi retaguardia, hasta que sus huevos chocaron contra mis nalgas. 
Entonces no me tuvo piedad, y yo no se la reclamé tampoco, me gustaba sentirlo así, tan fuerte e intensamente, con tanta brutalidad, culeándome como si quisiera partirme al medio, dispuesto a darme hasta que mi cuerpo se abriera en dos, parecía empeñado en destruirme. 
-¡Siiiiiiii… rompeme toda… haceme mierda el culo…!- le decía, completamente entregada a ese sacrificio que no admitía redención alguna. 
Sin pausa alguna, me mantuvo boca abajo y se me subió encima, manteniéndome aprisionada entre sus fuertes piernas, con sus grandes manos me sostenía de las manos, imposibilitándome movimiento alguno, para ahí si, darme con todo, metiéndome toda la verga en el culo, bien adentro, bien profundo, reventándome los intestinos con cada envión. 
-¡Puta… puta… puta…!- me gritaba al oído con cada embiste, rubricando sus penetraciones con un movimiento de oscilación que me enloquecía. 
Lo sentía palpitar en una forma enloquecida, aumentando incluso de tamaño, poniéndose mucho más duro de lo que ya estaba. Cuándo me la sacó, un largo rato después, el culo me quedó del tamaño de un cráter, entonces se echó de espalada en la cama y agarrándome como si fuera una muñeca me colocó encima suyo, de a caballito, para que lo montara. La verga encontró por sí sola su lugar, yéndose a guardar en lo más profundo de mi intimidad. Ya con todo ese pedazo dentro de mí, empecé a moverme, arriba y abajo, más fuerte cada vez, sintiendo los golpes de su glande retumbando contra las paredes de mi útero. De a ratos yo misma hacia que se saliera y me la acomodaba en el agujero de atrás, recibiéndola también por el culo, montándolo con el mismo entusiasmo, intercambiando orificios casi sin pausa. Desde abajo él me acariciaba las tetas, me las apretaba con relativa violencia, como si quisiera meter los dedos en mi carne. Excitada a más no poder, yo de a ratos me agachaba y lo besaba, bue, besar es una forma de decir, le mordía los labios, le chupaba la lengua, hasta lo escupía. Él no se quedaba atrás y me escupía también, me agarraba bien fuerte de las caderas y se impulsaba hacia arriba con una violencia sin par, como si en verdad quisiera sacarme la verga por la garganta. Mi enésimo orgasmo coincidió con su acabada, alcancé a intuir ese momento previo, cuándo las palpitaciones se hacen más fuertes e intensas. Apenas lo sentí aceleré ese tramo final y quedándome bien abrochada a él disfruté de un polvo de proporciones IM-PRE-SIO-NAN-TES. 
-¡Perra… sos una perra!- gritó en medio de la descarga, dejándose ir hasta lo último. 
Me acomodé sobre sus desarrollados músculos, suspirando plácidamente, disfrutando todas y cada una de esas abrasivas sensaciones. 
-¡Que buena cogida por Dios… ¿acaso estás licenciada en sexología?!- bromeó. 
-Para nada, simplemente me gusta coger- repuse. 
-¡Y que manera de coger!- exclamó. 
Se sacó el forro repleto de leche, lo tiró en el recipiente que estaba al pie de la cama y comenzó a sobársela. 
-No se si me vas a creer pero todavía la tengo dura- me avisó. 
Se la agarre y si, pese a la descarga estaba al palo… al re palo, jajaja. No lo podía dejar así, obviamente, así que me puse a chupársela de nuevo. Me la metía en la boca y le ofrecía mi habilidad en tal materia. Aunque al parecer el patovica no estaba dispuesto a conformarse con otra mamada, por lo que enseguida me agarró, me puso en cuatro patas y mandándomela desde atrás empezó a cogerme con un frenesí alucinante, mis gritos renacieron de repente, llenando el ambiente en una forma por demás estruendosa. 
Era divino sentir como se me abrían las cachas en torno a ese imponente vergazo que no se cansaba de penetrar en mí, y obvio que yo tampoco me cansaba de sentirlo adentro, llenándome hasta el último rincón disponible. En una de esas, de tan mojada que estaba, la pija se sale de su cauce natural y se me clava por detrás, “No problem” me digo y de una sola sentada me la clavo hasta la base, soltando un fuerte alarido al recibirla en toda su colosal extensión. El patovica me atrae hacia su cuerpo y con una mano me mantiene bien sujeta, mientras que con la otra me acaricia la concha, metiéndome los dedos casi hasta los nudillos. Ya a esa altura tenía el clítoris del tamaño de un dedo meñique, era tanta la calentura que sentía que parecía me fuera a reventar de un momento a otro. De nuevo alcancé a sentirlo, los estremecimientos previos a la descarga. Todavía quería seguir disfrutándome un poco más, por lo que sus embestidas se aceleraron todavía más en ese tramo final, hasta que… PUMMMMM… todo se llenó de estrellitas de colores, sentí que las piernas me flaqueaban y que la cabeza me daba vueltas. Caí vencida en la cama, él sobre mí, con su verga todavía bien adosada a mi culito, pulsando violentamente, llenando el preservativo con el semen de una descarga por demás abundante. 
-Nena… esta cola la tenes que registrar en el Cenard… es un peligro, podes matar a alguien…-bromeó el patovica, dándome una fuerte palmada en las nalgas. 
Luego del polvo, ¡Y que polvo!, nos duchamos juntos, salimos del telo y cada cuál por su lado. Antes de despedirnos me pidió mi número de celular, pero le dije que mejor me diera el suyo, que como soy casada, no soy de andar dando mi número, para evitar problemas. Me lo dio y lo agendé en la memoria del celu, pero después de un rato lo borré, total, ¿para que lo iba a tener? En eso recibo un mensaje de Ariel, preguntándome en donde estaba. No le respondí enseguida. Como bien dice aquella frase: “El que se fue a Sevilla…”, él no se habrá ido a Sevilla, pero calentó la pava para que otro terminara tomándose el mate en su lugar. Cuándo finalmente le respondí, le dije que lo había pensado mejor y que lo mejor sería que no nos encontremos, que estaba enamorada de mi marido y que no se merecía que lo cagara de esa manera. 
“Al final resultaste una histérica”, me escribió. Obvio que ya no le contesté, no valía la pena.

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